Hugo Wast no era antisemita (4-4)

d. Que lo que impera en el judaísmo actual es el espíritu del Talmud

Como vimos más arriba, es común pensar que con el judaísmo nos une el Antiguo Testamento, sin embargo no es tan así. O no es siempre así. «El judío es un pueblo atado a un Libro, el Libro por excelencia, la Ley, la Thora. En realidad forman la Thora los cinco libros del Pentateuco que escribió Moisés. Pero los judíos sólo aceptan la Thora con las interpretaciones que los Rabinos han ido trasmitiendo de boca en boca como palabra de Dios superior a la del mismo Moisés, interpretaciones que han quedado consignadas y en cierto modo petrificadas en un voluminoso libro, llamado el Talmud, que es el código civil y religioso de los judíos»[1].

En consonancia con esto, y citando a varios autores judíos Wast[2] afirma:

Si los judíos se hubieran regido solamente por las leyes de la Biblia, habrían acabado por confundirse con los pueblos cristianos. Mas se aferraron al Talmud, su código religioso y social, selva inextricable de prescripciones rigurosas que conferían a los rabinos, sus únicos intérpretes, una autoridad superior a la de Moisés y de los Profetas.

«Hijo mío», ordena el Talmud, «atiende más a las palabras de los rabinos que a las palabras de la Ley»[3]. «Las palabras de los antiguos [léase rabinos] son más importantes que las palabras de los Profetas». El gran rabino Michel Weill, en una obra fundamental, dice: «Israel debe a la moral del Talmud en buena parte su conservación, su identidad y el mantenimiento de su individu­lidad en el seno de la dispersión y de sus terribles pruebas»[4]. La misma idea, en Bernardo Lazare: «El Talmud formó a la nación judía después de su dispersión… fue el molde del alma judía, el creador de la raza»[5]. Pero al Talmud ya no lo leen sino los rabinos; la mayoría de los judíos ignora la lengua —un antiguo caldeo, muy difí­cil— en que está escrito. Es verdad: el judío moderno ha perdido las ideas sobre­naturales; no cree en Dios y si observa algún rito religioso no es por piedad, sino por nacionalismo. Él no lee el Talmud, pero su rabino lo lee, y eso basta para que el fuerte espíritu de la obra se difunda en ese pueblo que ve en sus sacerdotes a los conductores de la raza. «El judío irreligioso y a veces ateo», dice Lazare, «subsiste porque tiene la creencia de su raza. Ha conservado su orgu­llo nacional»[6].

Pero ¿qué lo hace pensar así? «¿Cuál es —se pregunta Wast— el espíritu del Talmud»[7]? En dos palabras: el orgullo nacional y la astucia (…). «No se tema que un buen israelita pueda ofenderse porque le digan orgulloso y astuto. La simplicidad y la humildad son virtudes del Evangelio, no del Talmud» —nos dice. Se trata de una moral utilitaria, como dice uno de sus autores; una moral que busca la sabiduría (hokma) entendida como habilidad y astucia[8].

Desde la más remota antigüedad los judíos conocían la ley a partir de la oralidad, con la cual interpretaban la ley mosaica y los profetas. Dicha ley tenía por nombre Mischna (segunda Ley) que, con el andar de los siglos, llegó a ser infinitamente copiosa y confirió un poder inmenso a los doctores que la conocían y la interpretaban. Fue finalmente, en el siglo II de la era cristiana, cuando el rabino Jehuda el Santo, «condolido de la desaparición paulatina de tantas prescripciones, resolvió recogerlas por escrito, violando con ello cierta regla que lo prohibía. Convocó un sínodo de doctores y empezó la redacción de la Mischna, y luego aparecieron los comentarios de los ra­binos, o sea la Guemara. Estos comentarios constituyeron el Talmud»[9].

Valga decir que, a partir de este momento, comenzaron a transcribirse tendenciosamente las profecías mesiánicas, cuidando que no develasen a Quien ya había venido: Jesucristo.

e. Que los Protocolos quizás son falsos pero…

Para los neófitos, lo que se conoce bajo el nombre de «Los protocolos de los sabios de Sión», es un conjunto de veinticuatro actas que habrían sido confeccionadas en 1897, en Basilea, por los principales jerarcas judíos. Allí, con lujo de detalles, se lee el plan sistemático de dominio a poner en práctica a lo largo del siglo XX.

La primera edición de los Protocolos vio la luz en San Petersburgo (1902) con el nombre de Lo grande en lo pequeño y el anticristo como posibilidad inmediata de gobierno, bajo la responsabilidad de un monje católico llamado Sergio Nilus. Dicho religioso declaró que los manuscritos le habían llegado en francés y a partir de un robo sufrido por el judío Teodoro Herlz. Vale recordar que la autenticidad de los Protocolos ha hecho derramar cataratas de tinta.

Lo que Wast discute no es su autenticidad, sino su cumplimiento; en efecto, quien se anime a leerlos (si los consigue impresos pues están fuera de circulación) creerá estar leyendo algo actual por las innumerables coincidencias con la realidad: el dominio de los medios de comunicación, la industria, la empresa y la judaización del cristianismo, son sólo algunos botones de muestra, de ahí que Martinez Zuviría dijera con anticipación:«sin pronunciarme sobre la insoluble cuestión de su autentici­dad, me limitaré a decir que con buenas palabras los judíos alegan que son falsos; pero, con hechos, todos los días nos prueban que son verdaderos. Los Protocolos serán falsos… pero se cumplen maravillosamente»[10].

Poner en duda la falsedad de los Protocolos era (y es) análogo a poner en duda hoy el Holocausto o los 30.000 desaparecidos… Quien lo hiciera no la sacaría gratis, como le sucedió a Wast, quien no tenía empachos ni temores[11].

 

*             *             *

Podríamos seguir, pero creemos que con lo dicho ya es suficiente como para cavarnos la fosa; lo que no queremos es que sea demasiado honda para no incomodar al sepulturero. Meterse a hablar de los judíos no resulta cómodo. Wast bien podría habernos evitado la cicuta. Y no resulta cómodo porque hoy, como en épocas de Nuestro Señor, decir la verdad es plausible de sanción. Sanción desde afuera y sanción desde adentro. Quien lo haga, debe estar dispuesto a ser ofendido, despreciado, silenciado.

Recuerdo haber escuchado que, cierta vez, le comunicaron al Padre Meinvielle que su libro sobre el pueblo elegido estaba siendo durísimamente criticado por los medios­[12]. Con talante tranquilo, respondió sin dudar: «Los insultos de los judíos me honran». Es que la verdad siempre honra, aunque a veces duela.

Las verdades proclamadas por Wast, asimismo, no van contra su persona; no debemos engañarnos. Como bien nos decía uno de sus detractores al principio de estas líneas, «sus raíces son otras»; lo que se intenta atacar al silenciarlo, lo que se intenta prevenir, es el resurgir de un «cristianismo ortodoxo», de un «nacionalismo católico», al estilo de «Meinvielle, Pío XI y Pío XII»[13].

No debemos caer en equívocos; al enemigo de la Iglesia no lo amedrentan sólo las líneas escritas por Wast, sino el catolicismo militante que aquél encarna; el modelo de hombre comprometido con la Verdad que sigue proclamándola «desde el tejado». Ese catolicismo que trata de «rehacer el mundo desde sus cimientos» (Pío XII) ante una apostasía silenciosa ya no silenciosa, sino rimbombante.

Pero, podríamos preguntarnos: ¿Hacía falta repetir estas consideraciones? ¿Hacía falta una defensa de uno de los más grandes escritores que ha dado la Argentina? Creemos que sí, porque si Cristo es el amor de los amores, el temor a sus enemigos es el temor de los temores.

Hugo Wast, no dejó de proclamar la verdad ni de someterse a la conspiración del silencio; y todo ello tuvo un premio: el premio de la persecución, como había proclamado el Mesías prometido: «si a mí me persiguieron también os perseguirán a vosotros»). Para seguir sus pasos e imitar su ejemplo, basta recordar la única palabra que permitió colocar en su sepultura: «Adsum»: ¡estoy presente!

 

P. Javier Olivera Ravasi

 

 

APÉNDICE

 

Carta de Hugo Wast al diario La Nación, 1935

¿Es lícito en la Argentina hablar de los judíos?

 

Buenos Aires, Agosto de 1935

Señor Director:

Permítame que le comunique un episodio reciente, que quizá tenga interés para numerosos lectores.

En Argentina nos jactamos de gozar de una libertad de prensa tan amplia que, a veces, nos parece excesiva. Nos imaginamos que se puede escribir sobre todo, especialmente sobre los frailes, el Papa, la patria y Dios. Y cuando digo escribir sobre, quiero decir escribir contra. Y si alguien nos afirmara que esa maravillosa libertad es sólo aparente, y que hay un poder oculto que ejerce la más tiránica de las censuras, sin que el público lo advierta, no faltaría quien le replicase indignado: ¡Tal poder no existe¡

Y bien, yo acabo de sentir la presión de esa mano, que desde la sombra maneja algunas de nuestras libertades. Y voy a referir cómo.

Cierta importante empresa editó algunas novelas mías, y me asignó, como derechos de autor, determinado espacio en revistas de gran circulación, para anunciar mis libros.

Publicó algunos avisos de «El Kahal» y «Oro», cuando de pronto, un grupo de anunciadores judíos le prohibió esa propaganda, so pena de boicot. Un aviso más que publicara significaría su ruina, porque el 80% de la publicidad, base financiera de esos periódicos, proviene de empresas estrechamente solidarias y obedientes a las instrucciones del Kahal…

Ahora yo preguntaría a los hombres prudentes, que me acusan de provocar el peligro judío, con la misma ingenuidad con que el indio acusa al termómetro de provocar la fiebre, si sospechaban que el Kahal controlase hasta los avisos de nuestros periódicos.

Deseo dejar bien establecido que yo no discuto el derecho con que estos señores dan o retiran anuncios.

Me limito a preguntar a los escépticos y a los que suelen espantarse de cuatro frailes congregados en un convento ridículamente pobre, sin no los inquieta un poco más el saber que existe en nuestro joven país, una organización secreta y extraña a la tradición argentina, verdadera peña de magnates, señores de las finanzas y más que todo, dueños de orientar o de extraviar la opinión pública, por el control que ejercitan sobre los periódicos y hasta sobre los cinematógrafos y las agencias de noticias.

Si para cortar la publicación de un simple anuncio, este poder ejerce tan irresistible presión, que no hará para impedir que aparezca una noticia o que se escriba un editorial, o para desencadenar una campaña de prensa que favorezca sus planes o negocios.

El Kahal es omnipotente por sus recursos y por la ciega disciplina de los factores humanos que maneja.

En los famosos «Protocolos de los Sabios de Sión» se dispone lo siguiente: «El que quiera atacarnos con su pluma no encontrará editor» (Sesión 12).

Los mismos que sostienen con palabras la falsedad de los «Protocolos», cada día con hechos nos prueban su verdad.

Una violenta campaña de pasquines ruge en torno de mi nombre. Me atacan con las armas habituales: la intriga y la calumnia, y me atacarían mucho más, si no temiesen dar enorme resonancia al libro que quisieran aniquilar.

 Aquí todos (sin ninguna excepción) podemos hablar de todo (con una sola excepción). Podemos hablar de los alemanes y de los españoles; de los jesuitas y de los musulmanes, podemos blasfemar de Dios y negar a la patria, porque eso es ser librepensador.

 Yo tenía delante de mí ese inmenso campo, para cubrirlo de tinta y de bilis. Y no lo hice. En cambio quise tratar en un libro, sin injurias y sólo con citas de grandes autores judíos, para que fuesen testimonio irrecusable, de la peligrosa política del Kahal, y eso no es lícito. Nuestra Constitución lo permite, pero el Kahal lo prohíbe.

 Y aunque la inmensa mayoría del país esté conmigo, y repita en voz baja, lo que yo he dicho sin reservas, seré perseguido —según me anuncian—, hasta la quinta generación.

 No me inquieta. Soy argentino y estoy en mi patria, en esta sagrada tierra sobre la cual se fijaron hace 40 años los ojos inteligentes de Teodoro Herzl, el gran judío, que lanzó la idea de restaurar su nación y entrevió en la nuestra la futura Palestina (L’Etat Juif, Pág. 94).

 Por poderosos que sean los recursos del Kahal y hábiles sus intrigas, no temo que lleguen a hacerme extranjero en mi patria.

 Ellos tienen centenares de millones. La lluvia y el sol argentinos están en sus manos. Yo no tengo nada. He labrado materialmente la tierra, he dado a mi país trece hijos, he escrito treinta libros, traducidos a casi todos los idiomas europeos, inclusive al ruso, y me he negado a retirar el último, que ha aparecido en buena hora.

 Creo haber cumplido con mi deber.

 Agradezco al señor Director la atención que se ha dignado prestarme y lo saludo atentamente. 

Hugo Wast

Dr. Gustavo Martínez Zuviría

 


[1] Julio Meinvielle, op. cit., 31.

[2] Hugo Wast, op. cit., 25-26.

[3] Tratado Erubin, fol. 21b.; citado por Hugo Wast, op. cit., 26.

[4] Michel Weill, Le judaisme, ses dogmes et sa mission, «Introd. génerale», París, Librairie Israélite, 1866, p. 135 ; citado por Hugo Wast, ídem.

[5] Bernarde Lazare, op. cit., t. I; citado por Hugo Wast, ídem.

[6] Bernarde Lazare, op. cit., t. I, p. 138; citado por Hugo Wast, ídem.

[7] Hugo Wast, El Kahal-Oro, 27.

[8] Adolphe Lods, Les Prophètes d’Israël, París, La Renaissance du Livre, 1935, p. 374 (citado por Hugo Wast, ídem 27).

[9] Hugo Wast, op. cit., 27-28.

[10] Hugo Wast, op. cit., 30.

[11] «Para los hombres de su raza (judía) (los Protocolos) equivale a la Imitación de Cristo», llegó a escribir (Hugo Wast, op. cit.,201).

[12] Julio Meinvielle, op. cit.

[13] Horacio Verbitsky, op. cit.

 


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