(487) Evangelización de América –29 México. Los franciscanos en Nueva España

 

–Lo veo a usted muy franciscano…

–El primer libro que yo publiqué, recién ordenado, se titulaba Pobreza y pastoral (Verbo Divino, Estella 1964, 298 pgs). Fue prologado por el Sr. Obispo de Talca, Manuel Larraín Errázuriz, presidente del CELAM. Y partió de un estudio sobre la acción evangelizadora de San Francisco de Asís que yo había hecho como estudiante en la Universidad de Salamanca.

–Prólogo del Evangelio en México

1519.–Con las tropas españolas que entraron en México iban cinco sacerdotes castrenses: dos mer­cedarios, Bartolomé de Olmedo, capellán de Cortés, y Juan de las Varillas; el clérigo Juan Díaz, que fue cronista, y dos franciscanos, fray Pedro Melgarejo y fray Diego Altamirano, primo de Cortés (Ricard, Conquista cp.1). Los cinco estaban al servicio pastoral de los soldados, de modo que el primer anuncio del Evangelio a los indios, aunque muy elemental, fue reali­zado más bien por el mismo Cortés y sus capitanes y soldados, mientras llegaban frailes mi­sioneros.

1523.–Por esos años, de varios reinos europeos, muchos religiosos se dirigieron a España buscando licencia del Emperador para pasar a las Indias. En 1523 lo consiguieron tres franciscanos flamencos: fray Juan de Tecto (Johann Dekkers), guardián del con­vento de Gante, fray Juan de Aora (Johann van den Auwera), y el hermano lego Pedro de Gante (Peter van der Moere), pariente de Carlos I. El empeño evangelizador de estos tres franciscanos, se­gún lo describe Diego Muñoz Camargo (+1600: Hª Tlaxcala I,20), es conmovedor:

«Diremos de la grande admiración que los naturales tuvieron cuando vinieron estos religiosos, y cómo comenzaron a predicar el santísimo y sagrado Evangelio de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Como no sabían la lengua, no decían sino que en el in­fierno, señalando la parte baja de la tierra con la mano, había fuego, sapos y culebras; y acabando de decir esto, elevaban los ojos al cielo, diciendo que un solo Dios estaba arriba, asimismo, apuntando con la mano. Lo cual decían siempre en los mercados y donde había junta y congregación de gentes. No sabían decir otras palabras [para] que los naturales les entendiesen, sino era por señas. Cuando estas cosas decían y predicaban, el uno de ellos, que era un venerable viejo calvo, estaba en la fuerza del sol de mediodía con espíritu de Dios enseñando, y con celo de caridad diciendo es­tas cosas, y a media noche [continuaba diciendo] en muy altas vo­ces que se convirtiesen a Dios y dejasen las idolatrías. Cuando predicaban estas cosas decían los señores caciques: “¿Qué han es­tos pobres miserables? Mirad si tienen hambre y, si han menester algo, dadles de comer”. Otros decían: “Estos pobres deben de ser enfermos o estar locos… Dejadlos estar y que pasen su enfermedad como pudieren. No les hagáis mal, que al cabo éstos y los demás han de morir de esta enfermedad de locura”».

    Éste fue el humilde principio del Evangelio en México. Juan de Tecto y Juan de Aora murieron en la fracasada expedición de Cortés a Honduras. Tecto habría muerto de hambre, según Mendieta, «arrimándose a un árbol de pura flaqueza»; y Aora, a los pocos días de su regreso a México. Fray Pedro de Gante, como veremos, había quedado en Texcoco aprendiendo la lengua, y como ya veremos, realizó una gran obra en las escuelas cristianas.

–Preparativos de la primera expedición franciscana

    Otros dos franciscanos de gran categoría humana y religiosa intentaron pasar a las Indias: el flamenco fray Juan Clapión, que había sido confesor del Emperador, y fray Francisco de los Ángeles (Quiñones de apellido), más tarde Cardenal Quiñones, hermano del conde de Luna. El papa León X les había dado amplias facultades (Bula 25-4-1521) para predicar, bautizar, confesar, absolver de excomunión, etc. (MendietaIV,4). Y su sucesor, Adriano VI, que había sido maestro del Emperador, los confirmó con licencias semejantes (Bula 9-5-1522). Esto hizo que el Emperador decidiera que los franciscanos fuesen los primeros misione­ros de la Nueva España.

    No pudieron cumplir sus deseos ni fray Juan Clapión, que murió, ni el P. Quiñones, que fue elegido en 1523 General de la orden fran­ciscana. Pero éste –todo es providencial–, lo primero que hizo fue poner un extraordinario cuidado en elegir Doce apóstoles para la expedición que ya estaba decidida. El P. General eligió como cabeza de la misión a fray Martín de Valencia, superior de la provincia franciscana de San Gabriel, dn Extremadura, muy distinguida por su plena recuparación de la Regla de San Francisco.

Según Mendieta, «contentóle en este varón de Dios la madurez de su edad, la gravedad y serenidad de su rostro, la as­pereza de su hábito, junto con el desprecio que mostraba de sí mismo, la reportación de sus palabras, y sobre todo, el espíritu de dentro le decía: “éste es el que buscas y has menester”; porque re­almente en aquél, sobre tantos y tan excelentes varones, se le re­presentó el retrato del espíritu ferviente de San Francisco» (IV,5).

    Con la venia del Emperador, el P. Quiñones mandó a fray Martín que eligiera bien unos compañe­ros y pasara a evangelizar los indios de la Nueva España. Los Doce apóstoles, conducidos por fray Martín de Valencia, fueron és­tos: Francisco de Soto, Martín de Jesús (o de la Coruña), Juan Suárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente (Motolinía), García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas, Francisco Jiménez,  y los frailes legos Andrés de Córdoba y Juan de Palos.

–La Instrucción del P. Quiñones (1523)

    Reunidos los Doce, el P. General quiso verles y hablarles a todos ellos, y darles una Instrucción escrita para que por ella fielmente se rigiesen. Este documento, que como dice Trueba (Doce 23) es la Carta Magna de la civilización mexicana, merece ser transcrito aquí, aunque sea en forma extractada:

    «Porque en esta tierra de la Nueva España, siendo por el demonio y carne vendimiada, Cristo no goza de las almas que con su sangre compró, me pareció que pues a Cristo allí no le faltaban injurias, no era razón que a mí me faltase sentimiento de ellas. Y sintiendo esto, y siguiendo las pisadas de nuestro padre San Francisco, acordé enviaros a aquellas partes, mandando en virtud de santa obediencia que aceptéis este trabajoso peregrinaje».

    Les recuerda, en primer lugar, que los santos Apóstoles anduvie­ron «por el mundo predicando la fe con mucha pobreza y trabajos, levantando la bandera de la Cruz en partes extrañas, en cuya de­manda perdieron la vidacon mucha alegría por amor de Dios y del prójimo, sabiendo que en estos dos mandamientos se encierra toda la ley y los profetas».

    Les pide que, en situación tan nueva y difícil, no se compliquen con nimiedades: «Vuestro cuidado no ha de ser aguardar ceremo­nias ni ordenaciones, sino en la guarda del Evangelio y Regla que prometisteis… Pues vais a plantar el Evangelio en los corazones de aquellos infieles, mirad que vuestra vida y conversación no se apar­ten de él» (Mendieta III,9).

Los Doce estuvieron el mes de octubre de 1523 reunidos en el convento de Santa María de los Angeles con el General de la orden. El día 30 les dió éste la patente y obediencia con que habían de par­tir. Y allí les abre otra vez su corazón: «Entre los continuos trabajos que ocupan mi entendimiento, principalmente me solicita y acongoja de cómo por medio vuestro, carísimos hermanos, procure yo librar de la cabeza del dragón infernal las almas redimidas por la precio­sísima sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y hacerlas que militen debajo de la bandera de la Cruz, y que abajen y metan el cuello bajo el dulce yugo de Cristo».

    Los frailes han de ir «a la viña, no alquilados por algún precio, como otros, sino como verdaderos hijos de tan gran Padre, bus­cando no vuestras propias cosas, sino las que son de Jesucristo [Flp 2,21], el cual deseó ser hecho el último y el menor de los hombres, y quiso que vosotros sus verdaderos hijos fuéseis últi­mos, acoceando la gloria del mundo, abatidos por vileza, pose­yendo la muy alta pobreza, y siendo tales que el mundo os tuviese en escarnio y vuestra vida juzgasen por locura, y vuestro fin sin honra: para que así, hechos locos al mundo convirtiéseis a ese mismo mundo con la locura de la predicación. Y no os turbéis por­que no sois alquilados por precio, sino enviados más bien sin pro­mesa de soldada» (ib.).

    Y así fue, efectivamente, en pobreza y humildad, en Cruz y ale­gría, en amor desinteresado y pleno, hasta la pérdida de la propia vida, como los Doce fueron a México a predicar a Cristo, y formaron allí «la custodia del Santo Evangelio».

Doce franciscanos

–Llegada a México de los Doce (1524)

    En 1524, el 25 de enero, los Doce apóstoles franciscanos partieron de San Lúcar de Barrameda, alcanzaron Puerto Rico en veintisiete días de navegación, se detuvieron seis semanas en Santo Domingo, y llegaron a San Juan de Ulúa, junto a Veracruz, puerta de México, el 13 de mayo.

    Cuenta Bernal Díaz del Castillo (cp.171) que, en cuanto supo Cortés que los franciscanos estaban en el puerto de Veracruz, mandó que por donde viniesen barrieran los caminos, y los fueran recibiendo con campanas, cruces, velas encendidas y mucho aca­tamiento, de rodillas y besándoles las manos y los hábitos. Los frai­les, sin querer recibir mucho regalo, se pusieron en marcha hacia México a pie y descalzos, a su estilo propio. Descansaron en Tlaxcala, donde se maravillaron de ver en el mercado tanta gente, y, desconociendo la lengua, por señas indicaban el cielo, dándoles a entender que ellos venían a mostrar el camino que a él conduce.

    Los indios, que habían sido prevenidos para recibir a tan precla­ros personajes, y que estaban acostumbrados a la militar arrogan­cia de los españoles, no salían de su asombro al ver a aquel grupo de miserables, tan afables y humildes. Y al comentarlo, repetían la palabra motolinía, hasta que fray Toribio de Benavente preguntó por su significado. Le dijeron que quería decir pobre. Y desde en­tonces fray Toribio tomó para siempre el nombre de Motolinía (MendietaIII,12).

    Ya cerca de México, como vimos, Hernán Cortes salió a recibirles con la mayor solemnidad, acompañado por sus capitanes y por los nobles de México. Y los indios se admiraban sobremanera al ver a los españoles más grandes y poderosos besando de rodi­llas los hábitos y honrando con tanta reverencia a aquellos otros tan pequeños y miserables, que venían, como dice Bernal, «descalzos y flacos, y los hábitos rotos, y no llevaron caballos sino a pie, y muy amarillos». Y añade que desde entonces «tomaron ejemplo to­dos los indios, que cuando ahora vienen religiosos les hacen aque­llos recibimientos y acatos» (cp.171). Esta entrada de los Doce en México, el 17 de junio de 1524, fue para los indios una fecha tan memorable que, según cuenta Motolinía, a ella se refieren diciendo «el año que vino nuestro Señor; el año que vino la fe» (Historia III,1, 287).

–Primeros diálogos y predicaciones

    Hace no mucho se ha conocido un códice de la Biblioteca Vaticana, el Libro de los coloquios y la doctrina cristiana, compuesto en náhuatl y castellano por fray Bernardino de Sahagún, en el que se re­fieren «todas las pláticas, confabulaciones y sermones que hubo en­tre los Doce religiosos y los principales, y señores y sátrapas de los indios, hasta que se rindieron a la fe de nuestro Señor Jesucristo y pidieron con gran insistencia ser bautizados» (Gómez Canedo, Pioneros 65-70). Estas conversaciones se produjeron en 1524, «luego como llegaron a México», según Mendieta. Y el en­cuentro se planteó no como un monólogo de los franciscanos, sino como un diálogo en el que todos hablaban y todos escuchaban.

    El Libro constaba de treinta capítulos, y de él se conservan hoy catorce. En los capítulos 1-5 se recoge la exposición primera de la fe en Dios, en Cristo y en la Iglesia, así como la vanidad total de los ídolos. La respuesta de los indios principales, 6-7, fue extremada­mente cortés: «Señores nuestros, seáis muy bien venidos; gozamos de vuestra venida, todos somos vuestros siervos, todo nos parece cosa celestial»… En cuanto al nuevo mensaje religioso «nosotros, que somos bajos y de poco saber, ¿qué podemos decir?… No nos parece cosa justa que las costumbres y ritos que nuestros antepa­sados nos dejaron, tuvieron por buenas y guardaron, nosotros, con liviandad, las desamparemos y destruyamos».

    Informados los sacerdotes aztecas, hubo en seguida otra reunión, en la que uno de los «sátrapas», después de manifestar admiración suma por «las celestiales y divinas palabras» traídas por los frailes en las Escrituras, y tras mostrarse anonadado por el temor de pro­vocar la ira del Señor si rechazaban el mensaje de «aquél que nos dio el ser, nuestro Señor, por quien somos y vivimos», aseguró que sería locura abandonar las leyes y costumbres de los antepasados: «Mirad que no incurramos en la ira de nuestros dioses, mirad que no se levante contra nosotros le gente popular si les dijéramos que no son dioses los que hasta aquí siempre han tenido por tales». Lo que los frailes les han expuesto, en modo alguno les ha persuadido. «De una manera sentimos todos: que basta haber perdido, basta que nos han tomado la potencia y jurisdicción real. En lo que toca a nuestros dioses, antes moriremos que dejar su servicio y adora­ción». Hablaban así con gran pena, pero con toda sinceridad.

    Tras esta declaración patética, los misioneros reiteran sus argu­mentos. Y al día siguiente, capítulos 9-14, hicieron una exposición positiva de la doctrina bíblica. De lo que sigue, sólo se conservan los títulos. El 26 contiene «la plática que los señores y sátrapas hi­cieron delante de los Doce, dándoles a entender que estaban satis­fechos de todo lo que habían oído, y que les agradaba mucho la ley de nuestro señor Dios». Finalmente, se llegó a los bautismos y ma­trimonios «después de haber bien examinado cuáles eran sus ver­daderas mujeres». Y a continuación los frailes «se despidieron de los bautizados para ir a predicar a las otras provincias de la Nueva España». Este debió ser el esquema general de las evangelizacio­nes posteriores.

    Después de esto los Doce, con algun franciscano que ya vino an­tes, se reunieron presididos por fray Martín de Valencia, que fue confirmado como custodio. Primero de todo hicieron un retiro de oración durante quince días, pidiendo al Señor ayuda «para comen­zar a desmontar aquella su tan amplísima viña llena de espinas, abrojos y malezas», y finalmente decidieron repartirse en cuatro centros: México, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo (III,14).

–Hermanos pobres de los indios

    Estos frailes, sin la arrogancia de los primeros conquistado­res, se ganaron el afecto y la confianza de los indios. En efecto, los indios veían con admiración el modo de vivir de los frailes: descal­zos, con un viejo sayal, durmiendo sobre un petate, comiendo como ellos su tortilla de maíz y chile, viviendo en casas bajas y pobres. Veían también su honestidad, su laboriosidad infatigable, el trato a un tiempo firme y amoroso que tenían con ellos, los trabajos que se tomaban por enseñarles, y también por defenderles cuando alguno de los es­pañoles les hacía agravios.

    Con todo esto, según dice Motolinía, los indios llegaron a querer tanto a sus frailes que al obispo Ramírez, presidente de la exce­lente IIª Audiencia, le pidieron que no les diesen otros «sino los de San Francisco, porque los conocían y amaban, y eran de ellos ama­dos». Y cuando él les preguntó la causa, respondieron: «Porque és­tos andan pobres y descalzos como nosotros, comen de lo que no­sotros, asiéntanse entre nosotros, conversan entre nosotros man­samente». Y se dieron casos en que, teniendo los frailes que dejar un lugar, iban llorando los indios a decirles: «Que si se iban y los dejaban, que también ellos dejarían sus casas y se irían tras ellos; y de hecho lo hacían y se iban tras los frailes. Esto yo lo vi por mis ojos» (III,4, 323).

    Nunca estos frailes aceptaron ser obispos cuando les fue ofrecido, «aunque en esto hay diversos pareceres en si acertaron o no», pues, como dice Motolinía, «para esta nueva tierra y entre esta humilde generación convenía mucho que fueran obispos como en la primitiva Iglesia, pobres y humildes, que no buscaran rentas sino ánimas, ni fuera menester llevar tras sí más de su pontifical, y que los indios no vie­ran obispos regalados, vestidos de camisas delgadas y dormir en sábanas y colchones, y vestirse de muelles vestiduras, porque los que tienen ánimas a su cargo han de imitar a Jesucristo en humil­dad y pobreza, y traer su cruz a cuestas y desear morir en ella» (III,4, 324).

    A la hora de comer iban los frailes al mercado, a pedir por amor de Dios algo de comer, y eso comían. Tampoco quisieron beber vino, que venía entonces de España y era caro. Ropa apenas tenían otra que la que llevaban puesta, y como no encontraban allí sayal ni lana para remendar la que trajeron de España, que se iba cayendo a pedazos, acudieron al expediente de pedir a las indias que les des­hiciesen los hábitos viejos, cardasen e hilasen la lana, y tejieran otros nuevos, que tiñieron de azul por ser el tinte más común que había entre los indios.

Los primeros Doce apóstoles dominicos

Poco después de los franciscanos, llegaron a Veracruz los primeros misioneros dominicos (23-VI-1526), doce frailes presididos por fray Tomás Ortiz. La mayoría murieron por enfermedad, y a los dos años solo quedaban tres. En 1528 llegó un segundo grupo de veinticuatro frailes, que en pocos años se desarrollaron hasta formar al sur de México cuatro provincias dominicanas: Santiago de México (1532); San Vicente Ferrer de Chiapas y Guatemala (1551); San Hipólito Mártir de Oaxaca (1592), y San Miguel y los Santos Ángeles de Puebla (1656). Ellos fueron, con los franciscanos, los principales evangelizadores de la Nueva España.

En sus grandes conventos aprendían las lenguas indígenas, escribían gramáticas y catecismos y formaban los religiosos que surgían en la Nueva España. Desde estos grandes centros salían los frailes a los conventos de misión, muy numerosos, diseminados por los más lejanos territorios, distantes unos de otros lo equivalente a una jornada de camino. Los conventos dominicos de misión  se extendieron principalmente hacia el sur, y en medio siglo llegaron a cubrir el amplio territorio del actual Estado de Oaxaca. Al norte de la ciudad de México, al hoy Estado de Zacatecas, llegaron a principios del siglo XVII. Sus actividades misioneras seguían planteamientos semejantes a los de sus hermanos franciscanos.

 

–Francisco de Aguilar, OP (1479-1571)

Entre los citados por Bernal Díaz, ése buen soldado que llama Alonso de Aguilar, es el que más tarde, tomando el nombre de Francisco, a sus 50 años, se hace dominico, y a los 80, a ruegos de sus hermanos religiosos, escribe la Relación breve de la conquista de la Nueva España. En su crónica dice de sí mismo que fue «conquistador de los primeros que pasaron con Hernando Cortés a esta tierra». Llega por tanto a México en 1519, con 40 años de edad, y es testigo presencial de los sucesos que ya anciano narra en su crónica.

Conocemos bien la vida de Aguilar por la Historia de la Orden de Predicadores en la Nueva España (Madrid 1596), escrita por un hermano suyo en la misión, fray Agustín Dávila Padilla, OP (1562-1604), en la que éste le dedica un capí­tulo (cp.38).

Francisco de Aguilar era «hombre de altos pensamientos y generosa inclinación» y «tenía grandes fuer­zas, con que acompañaba su ánimo». Ya de seglar se distinguió por la firmeza de su castidad, de modo que «cuando los soldados de­cían o hacían alguna cosa menos honesta, la reprendía el soldado como si fuera predicador, y se recelaban de él aun los más honra­dos capitanes». Fue uno de los hombres de confianza de Cortés, el cual le encomendaba «negocios importantes, como fue la guarda de la persona del emperador Moctezuma, cuando le retuvieron en México». Más tarde, «después que la tierra estuvo pacífica, como a soldado animoso le cupo un fuerte repartimiento de indios que le dieron en encomienda», y con eso y con la venta, pronto se hizo rico.

Pero él no estaba para gozar riquezas de este mundo. Él, más bien, «consideraba los peligros grandes de que Dios le había li­brado, y hallábase muy obligado a servirle», y junto a eso, «acordábase también de algunos agravios que a los indios había hecho, y de otros pecados de su vida, y para hacer penitencia, tuvo resolución de ser fraile de nuestra Orden». Así las cosas, en 1529, teniendo 50 años, ingresó en los dominicos, que en número de doce, habían llegado hacía poco tiempo.

El padre Aguilar «ejercitó sus buenas fuerzas en los ayunos y ri­gores de la Orden. En cuarenta años que vivió en ella, con haber cincuenta que estaba hecho al regalo, nunca comió carne, ni bebió vino, ni quebrantó ayuno de la Orden; que son cosas rigurosas para un mozo, y las hacía Dios suaves a un viejo». Con oración y peni­tencias lloraba «delante de Dios sus miserias, y quedaba medrado en la virtud, pidiendo a Dios que fuese piadoso. Éralo él con sus prójimos, particularmente con los indios, por descontar alguna crueldad si con ellos la hubiese usado. Los indios de su pueblo (de quienes él se despidió para ser fraile, dándoles cuenta de su mo­tivo) le iban a ver al convento, y le regalaban, trayéndole muy del­gadas mantas de algodón, que humildemente le ofrecían, por lo mu­cho que le amaban».

«Fue muchos años prelado en pueblos de indios con maravilloso ejemplo y prudencia», aunque «nunca predicó, por ser tanto el enco­gimiento y temor que había cobrado en la religión, que jamás pudo perder el miedo para hablar en público. Aprovechó mucho a los in­dios, confesándolos y doctrinándolos con amor de padre, recono­ciéndole ellos y estimándole como buenos hijos». A los noventa y dos años, después de haber sufrido con mucha paciencia una larga enfermedad de gota, que le dejó imposibilitado, «acabó dichosa­mente la vida corporal, donde había dejado encomienda de indios; y le llevó Dios a la eterna, donde le tenía guardado su premio entre los ángeles».

–La evangelización de América fue sobre todo realizada por religiosos

Algunos miembros de la Orden de la Merced (1493) acompañaron a Cristóbal Colón, y posteriormente fundaron muchos conventos mercedarios en México, Cuba, Brasil, Perú, Chile y Ecuador. Como ya vimos, los franciscanos (1524) misionaron sobre todo en el centro de México; los dominicos (1526, 1528) evangelizaron al sur; los agustinos (1533) al norte; los jesuitas, poco después de su fundación (1540), en el generalato de San Francisco de Borja (1565-1572) mostraron ya su gran potencia misionera en Florida, Perú (1568) y México (1572).

El P. José de Acosta, S. J., en su obra De procuranda indorum salute (V, 16: 1588), decía con gran verdad que «al trabajo y esfuerzo de los religiosos se debe principalmente los principios de esta Iglesia de Indias». En la historia de la Iglesia las dos obras evangelizadoras más rápidas, extensas y profundas, fueron realizadas en el primer siglo por los Apóstoles de Cristo, y en la América del siglo XVI por los religiosos. Unos y otros fueron llamados y enviados por el Señor para que, dejándolo todo, dedicaran sus vidas a la difusión del Reino de Dios en el mundo.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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