(501) Evangelización de América –43. México. Vasco de Quiroga, de gobernante a obispo (I)

 

Obispo Vasco de Quiroga (+1565)

–¿Teología de la liberación?

–Sin duda. Teología de la liberación evangélica

 

–Evangelizar y civilizar

En su libro Misión y evangelización en América, Pedro Borges pone de manifiesto tres cosas muy importantes: Primera, que en las Indias el es­fuerzo evangelizador fue siempre acompañado por un denodado esfuerzo civilizador, según el cual se adiestraba a los indios en letras y oficios di­versos, tratando de elevarlos a formas de vida personal y comunitaria más perfectas. Segunda, que toda esa obra educadora de los indígenas fue directamente destinada a la fe, pues estaban convencidos los evangelizadores de que un cierto grado mínimo de elevación humana era condición necesaria para el cristianismo. Y tercera, que ese empeño civilizador no trató de hispanizar al indígena, sino de introducirlo en una civilización mixta.

En 1552 escribía al respecto Francisco López de Gómara: «Tanta tierra han descubierto, andado y convertido nuestros españoles en sesenta años de conquista. Nunca jamás rey ni gente anduvo y sujetó tanto en tan breve tiempo como la nuestra, ni ha hecho ni merecido lo que ella, así en armas y navegación, como en la predicación del santo Evangelio y conversión de idólatras; por lo cual son los españoles dignísimos de alabanza en todas las partes del mundo. ¡Bendito Dios, que les dio tal gracia y poder! Buena loa y gloria es de nuestros reyes y hombres de España, que hayan hecho a los indios tomar y tener un Dios, una fe y un bautismo, y quitándoles la idolatría, los sacrificios de hombres, el comer carne hu­mana, la sodomía y otros grandes y malos pecados, que nuestro buen Dios mucho aborrece y castiga. Hanles también quitado la muchedumbre de mujeres, envejecida costumbre y deleite entre todos aquellos hombres carnales; hanles mostrado letras, que sin ellas son los hombres como animales, y el uso del hierro, que tan necesario es al hombre; asimismo les han mostrado muchas buenas costumbres, artes y policía para mejor pasar la vida; lo cual todo, y aun cada cosa por sí, vale, sin duda ninguna, mucho más que la pluma ni las perlas ni la plata ni el oro que les han tomado, mayormente que no se servían de estos metales en moneda, que es su propio uso y provecho, aunque fuera mejor no les haber tomado nada» (Hª de las Indias, I p., in fine).

Y en 1563 decía Martín Cortés escribía al Rey: «Los frailes, ya V. M. tiene entendido el servicio que en esta tierra han hecho y hacen a Nuestro Señor y a Vuestra Majestad que, cierto, sin que lo pueda esto negar nadie, todo el bien que hay en la tierra se debe a ellos, y no tan solamente en lo espiritual, pero en lo temporal, porque ellos les han dado ser y avezándoles a tener policía y orden entre ellos y aun obedecer a las audiencias» (+P. Borges, Misión VII).

Pues bien, uno de los modelos más perfectos en México de esta acción, a un tiempo civilizadora y evangelizadora, lo hallamos en don Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán (ib. 97-103),.

 

–Don Vasco de Quiroga (1470? +1565)

La figura de Vasco de Quiroga, sumamente atractiva, ha sido objeto de muchos estu­dios modernos.

Entre ellos cabe destacar los artículos de Fintan Warren, Vasco de Quiroga, fundador de hospitales y Colegios; Manuel Merino, V. de Q. en los cronistas agustinianos; Fidel de Lejarza, V. de Q. en las crónicas franciscanas; y Pedro Bor­ges, V. de Q. en el ambiente misionero de la Nueva España; así como la biografía Tata Vasco, un gran reformador del siglo XVI, escrita por Paul L. Callens. También hemos de recordar el precioso estudio de Paulino Castañeda sobre la Información en derecho de Vasco de Qui­roga.

Don Vasco, nacido hacia 1470 en Madrigal de las Altas Torres –donde nació la reina Isabel–, provincia de Ávila, fue un jurista de gran prestigio, representó a la Corona en los tratados de paz con el rey de Tremecén (1526), ejerció un alto cargo en la Cancillería real de Valladolid, y siempre siguió con particu­lar atención la aventura hispana de las Indias.

«Tenía 22 años de edad, dice Callens, cuando Cristóbal Colón desembarcó en la isla de Guanahaní. Tenía 43 cuando Vasco Núñez de Balboa divisó por primera vez el Océ­ano Pacífico. Tenía 51 cuando Cortés terminó su conquista de México. Poco a poco y a medida que llegaban nuevos datos y crónicas de los nuevos descubrimientos, se iban haciendo nuevos mapas que guardaba como precioso tesoro» (23).

Como buen jurista, formado probablemente en Salamanca, posee también una excelente formación en cánones y en teo­logía dogmática. Era, en fin, a sus 60 años, un distinguido humanista cris­tiano, al estilo de su gran contemporáneo, el canciller inglés Santo Tomás Moro.

 

–Carta de la reina Isabel

El 2 de enero de 1530 estalló en las manos de Don Vasco una carta que iba a cambiar su vida. La reina Isabel, esposa de Carlos I, escribe a «su muy amado súbdito» proponiéndole formar parte de la Segunda Audiencia que en breve partiría para la Nueva España, donde las cosas iban de mal en peor. Cartas semejantes recibieron altas personalidades del Reino, y más de uno se dio por excusado: aquélla era una aventura demasiado dura y arriesgada, en la que no había mucho por ganar…

Vasco de Quiroga aceptó la propuesta inmediatamente, y a principios de setiembre de ese año se reúne en Sevilla con los otros tres oidores, Alonso Maldonado, Francisco Ceynos y Juan de Salmerón. Mientras don Antonio de Mendoza arreglaba sus asuntos personales, el obispo de Santo Domingo, Sebastián Ramírez de Fuenleal, sería el presidente de esta Real Audiencia.

 

Segunda Audiencia en México

El 9 de enero de 1531, los nuevos oidores, vestidos con sus elegantes capas negras, a la española, con las insignias de su oficio real y haciendo guardia al Sello Real, llevado en caja fuerte a lomos de una mula ataviada de terciopelo y oro, hacen su solemne entrada en la ciudad de México. La ciudad, víctima de tantos atropellos en los últimos años, se engalana tími­damente, y la recepción oficial, harto tensa, corre a cargo de fray Juan de Zumárraga, obispo electo, y de los miserables Delgadillo y Matienzo, de la Primera Audiencia  (1527-1530). En torno a aquel puñado de españoles, una inmensa muchedumbre de in­dios, muchos de ellos afectados por las infamias de la primera Audiencia, se mantiene cortés, distante y a la expectativa.

En la ciudad se mezclan innumerables ruinas, especialmente las de los imponentes teocalis derruidos, y un gran número de casas y templos en construcción, algunos grandiosos, en la piedra gris y la volcánica rojiza que se trae de las próximas sierras de Santa Catalina.

 

Dificultades abrumadoras

Indios y españoles, amigos aquellos o enemigos éstos de Cortés, se dan cuenta luego de que la segunda Audiencia (1531-) no es en nada semejante a la primera. Ésta viene a escuchar sinceramente las quejas de unos y otros, decidida a imponer la justicia, castigando a quien sea si lo ha merecido, y está empe­ñada sobre todo en restaurar el prestigio de la Corona española, que con los abusos y atropellos de los últimos años está por los suelos.

En esa primera fase, Don Vasco y los otros oidores tienen ocasión de informarse bien acerca de la situación de la Nueva España, pues oyendo quejas, acusaciones y defensas, pasan casi todo el día y a veces parte de la noche, de modo que apenas logran dormir lo necesario. Es necesario imponer restituciones enormes, pues enormes habían sido los robos en los terribles años anteriores. Se hace preciso sofocar intentos, más o menos abiertos, de esclavizar a los indios. Es urgente sanear una economía completamente anárquica, y establecer una Casa de la Moneda. Y es­tando ocupados en tan graves problemas, indios amotinados tratan una noche de asaltar la sede de los oidores, aunque son dispersados por los soldados españoles.

Tras los años terribles de la primera Audiencia, las cosas han quedado en situación pésima, y hay que empezar todo de nuevo, cosa que, como ya vimos, se hace por medio de una Junta en la que se reúnen las prime­ras personalidades de México. En aquel mundo inmenso y revuelto, po­blado por innumerables naciones hostiles entre sí y de lenguas diversas, parece casi imposible que un grupo pequeño de españoles fuera capaz de amalgamar una grande, única y próspera nación.

Solamente los frailes misioneros parecen saber en ese momento lo que debe hacerse, y lo van haciendo por su parte. Pero incluso a ellos es preciso refrenar, pues en la anterior Audiencia habían tomado ya la costumbre de criticar continua­mente desde los púlpitos los actos de las autoridades civiles. La nueva Audiencia se ve obligada a prohibir esto expresamente, y refiere Salmerón en una carta de 1531: «Hízosele sobre lo pasado al dicho prior una re­prensión larga, de que él quedó confuso»…

Vasco de Quiroga ve en la Nueva España un mundo de posibilidades inmensas, aunque trabado por enormes dificultades, y no cesa de pensar en posibles soluciones. Los franciscanos han construído ya muchas igle­sias, y como escribe Zumárraga en 1531 al capítulo franciscano reunido en Tolosa, «cada convento de los nuestros tiene otra casa junto para enseñar en ella a los niños, donde hay escuela, dormitorio, refectorio y una devota capilla». Todos los muchachos llevan un régimen de vida muy religioso –«levántanse a media noche a los maitines»–, y los más aprovechados de ellos son enviados de vez en cuando como misioneros a los suyos, para enseñarles la verdad y quitarles los ídolos, «por lo cual algunos han sido muertos inhumanamente por sus propios padres, más viven coronados en la gloria con Cristo» (Mendieta V,30).

No, este sistema heroico a Don Vasco no le acaba de convencer. Ocasiona un contraste demasiado vio­lento entre los niños y muchachos, profundamente cristianizados, y la masa innumerable de sus familias, todavía a medio evangelizar… Sin rechazar estas escuelas conventuales, habría que pensar en otros modos de evan­gelizar y civilizar a los indios.

 

–Pueblos-hospitales

El 14 de agosto de 1531, a los seis meses de su llegada, Vasco de Qui­roga escribe al Consejo de Indias pidiendo licencia para organizar pue­blos de indios. En esos meses, escuchando tantas quejas de los indios, había conocido su mala situación, y «teniendo siempre en cuenta la digni­dad humana de los indios», escribe al Consejo proponiendo la creación de unos pueblos-hospitales indígenas, una institución original que educaba al indí­gena dentro de una convivencia humana y cristiana.

No debe engañarnos hoy el sentido moderno del término hospital, ya que estos hospitales de indios fundados por Quiroga eran a un tiempo pueblos para vivir, hospital y escuela, centros de instrucción misional, artesanal y agraria, y también al­bergues para viajeros.

Deseoso el oidor Quiroga de llevar sus proyectos a la práctica cuanto antes, sin esperar la respuesta a su carta, busca dos docenas de indios cristianos y de vida honesta, compra unas tierras a dos leguas de la capital, hace acopio de bastimentos para los indios que habían de dedicarse un tiempo a la construcción de casas, levanta una gran cruz y funda así su primera población indígena, dándole el nombre de Santa Fe (1532).

Frente al pueblo, construye Quiroga un pequeño oratorio, para poder estar cerca de los indios. Allí ora, hace largas lecturas meditativas, estudia el náhuatl, y escribe los sermones que se habían de leer en la iglesia. La original experiencia de Santa Fe va adelante con gran prosperidad, llega a contar 30.000 habitantes, y da ocasión a que miles de indios reciban el bautismo, constituyan cristianamente sus matrimonios, se hagan ordena­dos y laboriosos, practiquen con gran devoción oraciones y penitencias, obras de caridad y cultos litúrgicos, al tiempo que en el hospital acogen a indios que a veces vienen de lejos, y ya convertidos, llevan lejos noticia de aquel pueblo admirable.

Escribiendo Zumárraga al Consejo de Indias (8-2-1537), trata de Vasco de Quiroga, todavía oidor, y habla del «amor visceral que este buen hombre les muestra a los indios»; en efecto, «siendo oidor, gasta cuanto S. M. le manda dar de salario a no tener un real y vender sus ves­tidos para proveer a las congregaciones cristianas que tiene…, haciéndoles casas repartidas en familias y comprándoles tierras y ovejas con que se puedan sustentar».

Conviene señalar, por otra parte, como lo hace Paulino Castañeda, que «para cuando Qui­roga exponía su punto de vista, la idea de las reducciones era un clima de opinión y abunda­ba en las Cédulas reales». Concretamente en Nueva España, nos consta la solicitud de fray Juan de Zumárraga para que «los pueblos se junten y estén en policía y no derramados por las sierras y montes en chozas, como bestias fieras, porque así se mueren sin tener quien les cure cuerpo ni alma, ni hay número de religiosos que baste a administrar sacramentos ni doctrinas a gente tan derramada y distante» (108-109). Y iban siendo continuas las disposiciones de la Corona española, ya desde un comienzo, sobre la conveniencia de agrupar a los indios en poblados –1501, 1503, 1509, 1512, 1516, etc.– (P. Borges, Misión 80-88).

 

–Una utopía cristiana, no meramente renacentista, como la de Moro

El mayor mérito de Vasco de Quiroga está en haber soñado y realizado un alto ideal evangélico de vida comunitaria entre los indios. Acierta Mar­cel Bataillon, el historiador francés, cuando dice que «más que a una so­ciedad económicamente feliz y justa, aspira Quiroga a una sociedad que viva conforme a la bienaventuranza cristiana. O mejor dicho, no hace dis­tinción entre los dos ideales».

Para él, como para otros, se trata de cristiani­zar a los naturales de América, de incorporarlos al cuerpo místico de Cristo, sin echar a perder sus buenas cualidades originales. Así se fundará en el Nuevo Mundo una «Iglesia nueva y primitiva», mientras los cristianos de Eu­ropa se empeñan, como dice Erasmo, en «meter un mundo en el cristia­nismo y torcer la Escritura divina hasta conformarla con las costumbres del tiempo», en vez de «enmendar las costumbres y enderezarlas con la regla de las Escrituras»» (Erasmo y España 821).

Diversos autores, y uno de los primeros Silvio A. Zavala, han estudiado la inspiración utópica de la gran obra de Vasco de Quiroga, relacionándola con La «Utopía» de Tomás Moro en la Nueva España. Quiroga tuvo, en efecto, y anotó profusamente la obra de Moro en la edición de Lovaina de 1516. Si lo tópico (de topos, lugar) es lo que existe de hecho en la reali­dad presente, lo utópico es aquello que no tiene lugar en la realidad existente, aunque sería deseable que lo tuviera. Quiroga cita a Moro, y hay sin duda numerosos puntos de contacto entre los planteamientos de uno y otro.

Pero en tanto que en la Utopía de Moro sólo hay una fantasía de ideales apenas realizables, de inspiración renacentista y sin huellas cris­tianas del mundo de la gracia –el único mundo en el que los más altos sueños pueden hacerse realidades–, los pueblos-hospitales de Qui­roga tienen planteamientos muy realistas y netamente cristianos. La Uto­pía de Moro nunca se realizó, pero la de Quiroga, como veremos, tuvo numerosas y durables realizaciones, especialmente en Michoacán.

Por lo demás, la inspiración primaria del utopismo de Quiroga no viene de Moro, sino del Evangelio. No es un sueño impracticable, sino histórica­mente realizado. No se fundamenta sólo en las fuerzas de la naturaleza humana, sino principalmente en el don de la gracia de Cristo. En efecto, Vasco de Quiroga, ya en la primera exposición de su proyecto, en la carta del 14 de agosto de 1531, dice que una vez fundados los pueblos «yo me ofrezco con la ayuda de Dios a plantar un género de cristianos a las dere­chas, como todos debíamos ser y Dios manda que seamos, y por ventura como los de la primitiva Iglesia, pues poderoso es Dios tanto agora para hacer cumplir todo aquello que sea servido y fuere conforme a su volun­tad».

Muchos de los misioneros que pasaron al Nuevo Mundo tenían estos mismos sueños, pero es probable que, al menos en sus formas de reali­zación comunitaria, la más altas realizaciones históricas del utopismo evangélico fueron en las Indias los pueblos-hospitales de Vasco de Qui­roga y las reducciones jesuitas del Paraguay, de las que trataré en su momento.

 

–La región rebelde de Michoacán

En cuanto la segunda Audiencia fue arreglando las cuestiones más ur­gentes, pensó en afrontar otras que estaban pendientes de solución, y en­tre ellas la pacificación de Michoacán, región próxima a la capital, al oeste. La Real Audiencia eligió enviar como Visitador a don Vasco de Quiroga, que en Santa Fe y en otras comunidades había mostrado grandes cualidades en su trato con los indios. Aún así, la empresa se presentaba como algo sumamente difícil.

En efecto, poco después de la caída del poder azteca, el rey Caltzontzin reconoció en Michoacán, sin resistencia armada, la autoridad de la Corona española, y pidió el bautismo, seguido de muchos de los suyos. Todo ha­cía pensar que la obra de la Corona y de la Iglesia en la región de los ta­rascos no iba a encontrar especiales dificultades. Pero en seguida se vi­nieron abajo tan buenas esperanzas, cuando Nuño de Guzmán, en los años terribles de la primeraAudiencia, queriendo quizá emular las obras de Cor­tés, o deseando más bien destrozarlas, hizo incursión armada en aquella región, cometiendo toda clase de abusos y atropellos, apresando a Calt­zontzin y a sus nobles, y exigiendo siempre oro y más tributos.

En el Pro­ceso de residencia instruido contra Nuño de Guzmán en averiguación del tormento y muerte que mandó dar a Caltzontzin, rey de Michoa­cán, se recogen testimonios que narran en términos macabros cómo Guz­mán, por su avidez de riquezas, mandó atarlo a un palo y quemarle los pies a fuego lento, en tanto que el rey repetía que «lo mataban con injusti­cia. Con lágrimas llamaba a Dios y a Santa María. Llamó a un indio, don Alonso, y le habló un poco», disponiendo que «después de quemado, co­giese los polvos y cenizas de él que quedasen, y los llevase a Michoa­cán… y que lo contase todo, y que viesen el galardón que le daban los cristianos, y que les mostrase su ceniza, y que las guardasen y tuviesen en memoria» (+Callens 35). Nuño fue enviado preso a España, condenado a cárcel perpetua.

Tras este suceso horrible, nada más qui­sieron oír de cristianismo muchos de los indios tarascos, y volvieron a sus ídolos, se internaron en bosques y montañas, y se mostraron dispuestos a la muerte antes que sujetarse a la Corona española. Y éste era el enorme problema que Quiroga debía solucionar…

 

Pacificación de Michoacán

Vasco de Quiroga tenía ya 63 años cuando, haciéndose acompañar so­lamente por un secretario, un soldado y algunos intérpretes, aco­mete la empresa de adentrarse en Michoacán, región apenas conocida, para ofrecer la paz y el Evangelio. Una vez en Tzintzuntzan, presentó sus respe­tos al jefe Pedro Ganca y a sus oficiales, saludándoles en el nombre del Rey de España. En prolongadas conversaciones, Quiroga les hace enten­der que la Corona deplora profundamente los crímenes hasta enton­ces cometidos allí, promete dar justo castigo a los culpables, y de nuevo ofrece su amistad. Los indios acogen con sorpresa y agrado aquella em­bajada tan llena de dignidad y buenos sentimientos. Y escuchan a Quiroga cosas aún más concretas:

«Solamente tengo amor y afecto para con la nación indígena. Los mexicanos que vienen en mi compañía pueden testificar de esto y deciros cómo miles de personas viven en la actua­lidad felices en poblaciones que yo he edificado para ellos. Lo que hice en Santa Fe, deseo hacerlo aquí también. Pero necesito vuestra cooperación. Vuestra práctica de tomar varias esposas debe desaparecer. Debéis aprender a vivir felices con una sola mujer que os sea fiel, de la misma manera que vosotros le seáis fieles a ella. Debéis también renunciar a vuestros ídolos y adorar al único verdadero Dios. Esas informes masas que vosotros habéis fabricado con vuestras propias manos no pueden protegeros. No pueden protegerse ni a sí mismas. Traédmelas, de manera que yo pueda destruirlas y al mismo tiempo libertaros de las cadenas con que el demonio, príncipe de la mentira, os tiene atados» (R. Aguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga. Documentos  46-47; +Callens 63-65).

Se difundió pronto entre los indios de Michoacán la propuesta pacífica y positiva que aquella alta autoridad hispana les hacía, y muchos la acogie­ron, empezando por el jefe Don Pedro, que de sus cuatro esposas despi­dió a tres y se casó con una solemnemente en la Iglesia. La personalidad de Don Vasco les resultaba des-concertantemente atractiva. En una oca­sión en que algunos indios conversaban con él, y le contaban las vejacio­nes que habían sufrido en las incursiones de Guzmán, mostrándoles dibu­jos hechos en lienzos, quedaron conmovidos no sólo al comprobar que Quiroga entendía aquellos pictogramas, sino al ver que se echaba a llo­rar…

A los indios resentidos, que no se fiaban, sino que preferían seguir su vida nómada, Don Vasco trataba de persuadirles: «Si rehusáis seguir mi consejo, les decía, e insistís en esconde­ros en los bosques, muy pronto os vais a asemejar a las bestias salvajes que viven con voso­tros. El Dios que hizo los bosques, también hizo los hermosos valles con sus resplandecientes lagos. Con un poco de cuidado y cultivo, vuestro suelo puede convertirse en uno de los más fértiles y proveeros de todo el alimento que necesitéis. Esta tierra es vuestra, es vuestra para que la gocéis bajo mi protección» (ib.).

Algunos franciscanos y agustinos acudieron a la llamada de Don Vasco, y en tres o cuatro años se logra la pacificación completa de Michoacán.

Ya entonces, en setiembre de 1533, antes del obligado regreso de Vasco a la capital, fundó un poblado-hospital con el nombre de Santa Fe de la Laguna, o de Michoacán, al norte de la bellísima laguna de Páztcuaro, quedando Rector de él Francisco de Castilleja, intérprete del tarasco. El poblado prosperó, y «no sólo proporcionaba instrucción y asistencia a los indios tarascos, sino hasta a los chichimecas mismos, tribus nómadas conocidas por su desnudez y agresividad. Acerca de estos últimos afirma Castilleja, tan pronto como en 1536, que hubo día en el que se hicieron cristianos en el hospital más de quinientos de ellos. Quiroga prosiguió atendiendo con especial cuidado a la conversión de los chichimecas, aun con posterioridad a su consagra­ción, en 1538, como obispo de Michoacán» (Warren 34).

 

–Primer obispo de Michoacán (1538)

Asegurada la paz, urgía establecer en Michoacán una diócesis distinta a la de México, y una vez conseguidas las autorizaciones pertinentes del Consejo de Indias, en 1535, por sugerencia del obispo Zumárraga, se pro­puso a Carlos I como posible obispo a Vasco de Quiroga. No obstante ser un hom­bre seglar y ya de 68 años –muy viejo para la media de vida de aquella época–, sólo se tuvo en cuenta sus grandes virtudes y cualidades, como también sus admirables méritos en el trato con los indios, concretamente con los de Michoacán. En 1536 se aprueba en Roma al candidato presentado, y en 1537 llegan a México las Bulas co­rrespondientes de Pablo III.

La maravilla de su vida y ministerio como obispo (1538-1565) es tan grande que merece un segundo artículo.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

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