Los crímenes de los “buenos”: Francia y Alemania luego de la segunda guerra (2-2)

Hacer el primer agujero en un muro es siempre el más difícil. Una vez que me convencí de que toda mi comprensión de la historia de la posguerra de Francia estaba totalmente equivocado, naturalmente me volví mejor dispuesto a nuevas revelaciones. Si Francia -un miembro destacado de la victoriosa coalición aliada de la segunda guerra mundial- había sufrido realmente una orgía sin precedentes de terror y asesinatos revolucionarios, tal vez mi historia estándar tampoco había sido muy sincera en su descripción del destino de la derrotada Alemania. Sin duda había leído sobre los horrores infligidos por las tropas rusas, con tal vez 2 millones mujeres y niñas alemanas brutalmente violadas, y también hubo una o dos frases sobre la expulsión de muchos millones de alemanes de las tierras controladas por Polonia, Checoslovaquia, y otros países de Europa del este, en venganza después de sus años bajo el yugo nazi. También se mencionó el notablemente vengativo plan Morgenthau, afortunadamente casi abandonado de entrada, y un enfoque en el renacimiento económico alemán bajo la generosidad del plan Marshall. Pero comencé a preguntarme si realmente había más detrás de todo esto.

Pronto encontré referencias a algunos de los escritos de Freda Utley, ahora en gran parte olvidados, pero una vez una autora y periodista bastante prominente en EEUU de los años 40 y 50, con un trasfondo personal interesante. Nació inglesa en una familia conectada con George Bernard Shaw y los Fabianos, se hizo comunista y en 1928 se casó con un judío soviético de una persuasión ideológica similar, la pareja luego se trasladó a la Unión Soviética para ayudar a construir la patria de la revolución socialista. Como fue el caso de tantos comunistas extranjeros, se desilusionaron con la vida en la URSS hasta que un día en 1936 su marido fue arrestado en una purga estalinista, para nunca más ser visto. Eventualmente huyó de la URSS con su pequeño hijo Jon, llegando a EEUU en 1939. Casi 70 años más tarde, me hice conocido con Jon Utley a través de nuestra participación mutua en la revista The American Conservative.

Dadas las experiencias de primera mano de Utley tras una década en la URSS, sus puntos de vista sobre el comunismo soviético fueron decididamente negativos, muy diferentes de los de la mayoría de la élite intelectual y periodística de Estados Unidos. Como consecuencia, fue rápidamente etiquetada como “anti-comunista", y sus numerosos libros y artículos en las siguientes décadas fueron relegados a un reducido grupo de editores, vistos con desaprobación por los medios de comunicación principales.

En 1948 pasó varios meses viajando por la Alemania ocupada, y al año siguiente publicó sus experiencias en El Alto Costo de la Venganza (The High Cost of Vengeance), que me hizo abrir los ojos. A diferencia de la gran mayoría de los periodistas norteamericanos, que generalmente tomaron breves y muy controladas visitas, Utley hablaba alemán y estaba muy familiarizada con el país, habiéndolo visitado con frecuencia durante la era de Weimar. Mientras que la discusión de Grenfell fue muy restringida y casi académica en su tono, su escritura es considerablemente más estridente y emocional, para nada sorprendente dado su encuentro directo con una realidad extremadamente apenante. Sus testimonios de testigos oculares parecen bastante creíbles, y la información fáctica que proporciona, apuntalada por numerosas entrevistas y observaciones anecdóticas, es conmovedora.

Más de tres años después del final de las hostilidades, Utley encontró un país todavía casi totalmente devastado, con grandes porciones de la población obligadas a buscar refugio en sótanos dañados o compartir pequeñas habitaciones en edificios rotos. La población se consideraba como “sin derechos,” a menudo sujeta al tratamiento arbitrario de las tropas de ocupación u otros elementos privilegiados, que estaban totalmente fuera de la jurisdicción legal del policía local regular. Los alemanes en gran número eran regularmente sacados de sus casas, que fueron utilizadas por tropas estadounidenses u otros a quienes estos les caían bien. Algo que había observado con indignación por el general George Patton en sus diarios publicados póstumamente. Aun en estos años, cualquier soldado extranjero podía apoderarse de todo lo que quisiera de civiles alemanes, con consecuencias potencialmente peligrosas si estos protestaban contra el robo. Utley cita a un ex soldado alemán que había desempeñado funciones de ocupación en Francia y comentó que él y sus camaradas habían operado bajo la más estricta disciplina y que nunca habrían imaginado comportarse hacia los civiles franceses de la manera en que la las tropas aliadas ahora trataban a los alemanes.

Algunas de las afirmaciones citadas por Utley son realmente asombrosas, pero parecen sólidamente basadas en fuentes reconocidas y totalmente confirmadas en otros lugares. A lo largo de los tres primeros años de paz, la ración diaria de alimentos asignada a toda la población civil de Alemania era de aproximadamente 1550 calorías, aproximadamente la misma que la proporcionada a los reclusos de los campos de concentración alemanes durante la guerra recientemente terminada, y a veces caía muy, muy por debajo. Durante el difícil invierno de 1946-47, toda la población del Ruhr, el centro industrial de Alemania, sólo recibió raciones de hambre de 700-800 calorías por día, e incluso a veces se alcanzaban niveles más bajos.

Influenciada por la hostil propaganda oficial, la actitud generalizada del personal aliado hacia los civiles alemanes fue ciertamente tan mala como las peores soportadas por algunos nativos bajo un régimen colonial europeo. Una y otra vez, Utley nota los paralelos con el tratamiento y la actitud que ella había visto previamente por parte de occidentales hacia chinos durante la mayor parte de los años 30, o que los británicos habían sometido a los indios. Pequeños niños alemanes, descalzos, indigentes y hambrientos, ansiosamente recuperando pelotas en los clubes deportivos norteamericanos por una miseria. Hoy se disputa si en ciudades de EEUU al final del siglo XIX hubo realmente carteles que decían “No Irish Need Apply,” (no se aceptan irlandeses) pero Utley ciertamente vio los signos que leían “ni perros ni alemanes permitidos” afuera de numerosos establecimientos frecuentados por personal aliado.

De acuerdo a mis libros de historia convencionales, siempre había creído que existió una diferencia enorme en el comportamiento hacia civiles entre las tropas alemanas que ocuparon Francia desde 1940-44 y las tropas aliadas que ocuparon Alemania desde 1945 en adelante. Después de leer los detallados relatos de Utley y otras fuentes contemporáneas, pienso que mi opinión estaba absolutamente correcta, pero con la dirección revertida.

Utley creía que parte de la razón de esta situación desastrosa fue política deliberada del gobierno norteamericano. Aunque el plan de Morgenthau — destinado a eliminar la mitad de la población de Alemania — había sido oficialmente abandonado y reemplazado por el plan Marshall que promovía el renacimiento alemán, descubrió que muchos aspectos del primero en realidad todavía tenían influencia en la práctica. Incluso en 1948, grandes partes de la base industrial alemana siguieron siendo desmanteladas y enviadas a otros países, mientras que se mantuvieron muy estrictas restricciones a la producción y a las exportaciones alemanas. De hecho, el nivel de pobreza, miseria y opresión que vio en todas partes casi parecía deliberadamente calculado para lograr que los alemanes se vuelquen contra Estados Unidos y sus aliados occidentales, tal vez facilitando simpatías comunistas. Tales sospechas se fortalecen sin duda cuando consideramos que este sistema había sido ideado por Harry Dexter White, más tarde expuesto como un agente soviético.

Utley es especialmente sarcástica sobre la perversión total de cualquier noción básica de justicia humana del Tribunal de Nuremberg y varios otros juicios por crímenes de guerra, un tema al que dedica dos capítulos completos. Estos procedimientos judiciales exhibieron el peor tipo de doble standard legal, y los principales jueces aliados afirmaron explícitamente que sus propios países no estaban en absoluto obligados por las mismas convenciones jurídicas internacionales que aplicaban contra acusados alemanes. Aún más impactante fueron algunas de las medidas utilizadas, con juristas y periodistas estadounidenses escandalizados al revelarse que se empleaban regularmente torturas, amenazas, chantajes y otros medios totalmente ilegítimos para obtener confesiones o denuncias de terceros, una situación que sugiere fuertemente que un número muy considerable de los condenados y ahorcados eran totalmente inocentes.

Su libro también provee una cobertura sustancial a las expulsiones organizadas de alemanes de Silesia, los Sudatenland, Prusia oriental, y varias otras partes de Europa central y del este donde habían vivido pacíficamente por muchos siglos, con el número total de tales expulsiones estimado generalmente en 13 a 15 millones. A las familias se les daban a veces tan sólo diez minutos para dejar las casas en las que habían residido durante un siglo o más, y luego obligadas a marchar a pie, a veces por cientos de kilómetros, hacia una tierra lejana que nunca habían visto, con sus únicas posesiones siendo solo lo que podía llevar con sus propias manos. En algunos casos, todos los hombres sobrevivientes fueron separados y enviados a campos de trabajo esclavo, produciendo así un éxodo exclusivamente de mujeres, niños y ancianos. Todas las estimaciones indican que al menos un par de millones perecieron en el camino, por hambre, enfermedad o exposición a los elementos.

Hoy en día leemos sin cesar las dolorosas discusiones sobre el notorio “sendero de las lágrimas” sufrida por los indios cherokees en el pasado lejano de principios del siglo XIX, pero este acontecimiento similar del siglo XX fue casi mil veces más grande de tamaño. A pesar de esta enorme diferencia en magnitud y distancia mucho mayor en el tiempo, me imagino que el evento de los cherokees puede está mil veces más fresco en la conciencia del norteamericano ordinario. De ser así, esto demostraría que un abrumador control de los medios puede cambiar fácilmente la realidad percibida por un factor de un millón o más.

Este movimiento de población ciertamente parece haber representado la mayor limpieza étnica en la historia del mundo, y si la Alemania hubiera hecho algo incluso remotamente similar durante sus años de victorias y conquistas europeas, conmovedoras escenas de un enorme diluvio de refugiados desesperados y caminantes seguramente se habrían convertido en una pieza central de un sinfín de películas en los últimos 70 años. Pero como nunca sucedió nada de eso, los guionistas de Hollywood perdieron una tremenda oportunidad.

La representación extremadamente sombría de Utley está fuertemente corroborada por numerosas otras fuentes. En 1946, Víctor Gollanz, un prominente editor británico socialista de origen judío, hizo una larga visita a Alemania, y publicó En la Alemania Más Oscura (In Darkest Germany) al año siguiente, contando su enorme horror por las condiciones que allí descubrió. Sus afirmaciones de desnutrición atroz, enfermedades e indigencia total fueron aseveradas por más de un centenar de fotografías escalofriantes, y la introducción a la edición norteamericana fue escrita por el presidente de la Universidad de Chicago, Robert M. Hutchins, uno de los intelectuales públicos de mejor reputación de esa época. Pero su delgado volumen parece haber atraído relativamente poca atención en los medios de comunicación estadounidenses, aunque su libro algo similar Nuestros Valores Amenazados (Our Threatened Values), publicado el año anterior y basado en la información de fuentes oficiales había recibido un poco más de interés. Cosecha Horripilante (Gruesome Harvest) de Ralph Franklin, también publicada en 1947, reúne útilmente un gran número de declaraciones oficiales e informes de los principales medios de comunicación, que generalmente apoyan exactamente esta misma imagen de los primeros años de Alemania bajo ocupación aliada.

Durante 1970 y 1980 este angustiante tópico fue tomado por Alfred M. de Zayas, quien tenía una licenciatura en derecho en Harvard y doctorado en historia, y sirvió una larga e ilustre carrera como abogado internacional de derechos humanos, largamente afiliado a las Naciones Unidas. Sus libros como Némesis en Potsdam, Una Terrible Venganza, y El Buró de Crímenes de Guerra de la Wehrmacht, 1939-1945 (Nemesis at Potsdam, A Terrible Revenge, and The Wehrmacht War Crimes Bureau, 1939-1945) se centraron especialmente en la limpieza étnica masiva de las minorías alemanas, y se basaron en numerosas investigaciones de archivos. Recibieron considerable elogio académico en las principales revistas especializadas y vendieron cientos de miles de ejemplares en Alemania y otras partes de Europa, pero apenas parecen haber penetrado la conciencia norteamericana o de los países de habla inglesa.

A finales de la década de 1980, este acalorado debate histórico tomó un nuevo giro notable. Mientras visitaba Francia durante 1986 en preparación para un libro diferente, un escritor canadiense llamado James Bacque tropezó sobre las pistas de uno de los secretos más terribles de la Alemania de la posguerra que había permanecido totalmente ocultado, y pronto se embarcó en una extensa investigación sobre el tema, finalmente publicando Otras Pérdidas (Other Losses) en 1989. Basándose en considerables pruebas, incluidos registros gubernamentales, entrevistas personales y testimonio registrado de testigos oculares, argumentó que después del final de la guerra, los estadounidenses habían matado de hambre a alrededor de un millón de prisioneros alemanes, aparentemente como un acto deliberado, un crimen de guerra que seguramente se clasificaría entre los más grandes de la historia. 

Durante décadas, los propagandistas occidentales atacaron implacablemente a los soviéticos con aseveraciones de que estaban reteniendo a un millón o más de prisioneros alemanes “perdidos” como trabajadores esclavos en el Gulag, mientras que los soviéticos negaron sin cesar tales acusaciones. Según Bacque, los soviéticos habían estado diciendo la verdad, y los soldados desaparecidos estaban entre el enorme número que había huido hacia el oeste al final de la guerra, buscando lo que asumieron sería un mejor tratamiento a manos de los anglo-americanos. Pero en cambio, se les negaron todas las protecciones legales normales, y los confinaron en condiciones horribles donde rápidamente perecieron de hambre, enfermedad y exposición a la intemperie.

Sin intentar de resumir el extenso material de apoyo de Bacque, algunos de sus elementos concretos merecen mención. Al cierre de las hostilidades, el gobierno estadounidense empleó un taimado razonamiento legal argumentando que los muchos millones de tropas alemanas que habían capturado no debían considerarse “prisioneros de guerra” y, por lo tanto no estaban protegidos por las disposiciones de la Convención de Ginebra. Poco después, los intentos de la Cruz Roja Internacional de suministrar alimentos a los vastos campos de prisioneros de los aliados fueron reiteradamente rechazados, y se publicaron avisos en todas las ciudades y aldeas alemanas cercanas que a cualquier civil que intentara contrabandear alimentos a los desesperados prisioneros se le dispararía de inmediato. Estos hechos históricos innegables parecen sugerir ciertas oscuras posibilidades.

Aunque fue publicado inicialmente por un editor poco conocido, el libro de Bacque pronto se convirtió en una sensación y un bestseller internacional. Pinta al General Dwight Eisenhower como el culpable principal de la tragedia, haciendo notar que las muertes de los prisioneros de guerra fueron mucho más bajas en áreas fuera de su control, y sugiere que como un “general político” altamente ambicioso y de ascendencia germana, pudo haber estado bajo presión intensa para demostrar su “dureza” hacia el enemigo derrotado.

El historiador Stephen Ambrose, quien tuvo una carrera lucrativa produciendo muchos volúmenes hagiográficos de Eisenhower y la segunda guerra mundial, gracias a un extenso plagio, reaccionó horrorizado por las aserciones de Bacque, y organizó rápidamente un volumen grupal bajo auspicios del centro Eisenhower, con la esperanza de refutar las acusaciones monstruosas que se habían levantado contra su héroe. Pero aunque me pareció que Ambrose y sus reclutados coautores expresaron algunas dudas válidas sobre algunas de las evidencias de Bacque, fueron incapaces de hacer frente efectivamente a la mayoría de ellas, excepto quizás argumentando que algo tan enorme no podría haber sido mantenido oculto durante tanto tiempo. Más aun, Ambrose y sus colegas admitieron a regañadientes que las estadísticas oficiales norteamericanas sobre las tasas de mortalidad de prisioneros de guerra— que ninguno de ellos había cuestionado anteriormente — eran increíblemente bajas, y decidieron resolver esta dificultad cuadruplicando en forma arbitraria esas cifras, lo que no necesariamente aumenta la confianza en sus métodos.

Además, una vez que la guerra fría terminó y los archivos soviéticos fueron abiertos, su contenido parece haber validado fuertemente la tesis de Bacque. Observa que aunque los archivos contienen evidencia explícita de muchas atrocidades estalinistas largo tiempo negadas como la masacre del bosque de Katyn, no muestran absolutamente ninguna señal de un millón de prisioneros de guerra alemanes desaparecidos, quienes en cambio muy probablemente murieron de hambre y enfermedad en los campos de exterminio de Eisenhower. Bacque apunta que el gobierno alemán ha emitido graves amenazas legales contra cualquier persona que pretenda investigar los lugares probables de las fosas comunes que podrían contener los restos de esos prisioneros, y en una edición actualizada, también menciona la promulgación en Alemania de severas nuevas leyes y fuertes penas de prisión a cualquiera que meramente cuestione la narrativa oficial de la segunda guerra mundial.

Bacque irónicamente señala que los registros soviéticos de archivos de prisioneros de guerra alemanes muestran una tasa de mortalidad razonablemente alta pero generalmente normal a lo largo de los años de cautiverio, sin nada como las enormes pérdidas que supuestamente ocurrieron tan rápido en los campos aliados en suelo alemán, y esto a pesar de una pobreza mucho mayor en la URSS de la posguerra. Pero realmente no se debería considerar este hecho tan sorprendente. Stalin, un georgiano, reinó como un autarca soviético, y en el pasado había ordenado tranquilamente la muerte de un gran número de sus propios súbditos, rusos o no, con el fin de hacer cumplir su mandato. Los alemanes se le habían opuesto y luchado en su contra, y habían sufrido mucho por ello, pero una vez que su resistencia terminó y que estaban bajo su poder, ¿por qué se sentiría especialmente vengativo hacia ellos? Friedrich von Paulus, el mariscal del campo que había peleado en Stalingrado, declaró más adelante su lealtad a los soviéticos y fue dado un puesto de honor en Alemania del Este, así que los prisioneros de guerra ordinarios que obedecieran y trabajaran productivamente serían ciertamente alimentados.

Aunque ahora bastante anciano, hace un par de años Bacque dio una larga entrevista radial, y los interesados pueden escucharlo aquí.

La discusión de Bacque sobre la nueva evidencia de los archivos del Kremlin constituye una porción relativamente pequeña de su secuela, Crímenes y Misericordias (Crimes and Mercies) de 1997, que se centró en un análisis aún más explosivo, y también se convirtió en un bestseller internacional.

Como se ha descrito anteriormente, los observadores de primera mano de la Alemania de posguerra en 1947 y 1948, como Gollanz y Utley, habían informado directamente sobre las terribles condiciones que descubrieron, y afirmaron que durante años las raciones de alimentos oficiales para toda la población habían sido comparables a la de los reclusos de los campos de concentración nazis y a veces muy inferiores, lo que condujo a la desnutrición y la enfermedad generalizada que presenciaron a su alrededor. También tomaron nota de la destrucción de la mayoría de las viviendas y de la severa aglomeración producida por la llegada de millones de miserables refugiados de etnia alemana expulsados de otras partes de Europa central y oriental. Pero estos observadores carecían de acceso a estadísticas confiables de población, y sólo podían especular sobre el enorme número de muertes que el hambre y la enfermedad habían infligido, y que sin duda continuaría si las políticas no fueran cambiadas rápidamente.

Años de investigación de archivos por parte de Bacque intentan responder a esta cuestión, y la conclusión que proporciona no es para nada agradable. Tanto el gobierno militar aliado como las autoridades civiles alemanas posteriores parecen haber hecho un esfuerzo concertado para ocultar u oscurecer la verdadera magnitud de la calamidad que sufrieron los civiles alemanes durante los años 1945-1950, y las estadísticas oficiales de mortalidad encontradas en los informes del gobierno son simplemente demasiado fantásticas para ser correctas, aunque se convirtieron en la base para las historias subsecuentes de ese período. Bacque observa que estas cifras sugieren que la tasa de mortalidad durante las terribles condiciones de 1947, recordada durante mucho tiempo como el “año del hambre” (Hungerjahr) y descrita vívidamente por Gollancz, era en realidad más baja que la de la próspera Alemania de finales 1960. Además, los informes privados de funcionarios norteamericanos, las tasas de mortalidad de localidades individuales y otras pruebas contundentes demuestran que estos números agregados aceptados desde hace mucho tiempo son esencialmente ficticios.

En cambio, Bacque intenta proporcionar estimaciones más realistas basadas en un estudio de los totales poblacionales de los diversos censos alemanes junto con la llegada registrada del gran número de refugiados alemanes del este. Basándose en este simple análisis, presenta un caso razonablemente fuerte que las muertes alemanas adicionales durante ese período ascendieron a por lo menos 10 millones, y posiblemente varios millones más. Además, proporciona pruebas sustanciales de que el hambre fue deliberado o, al menos, enormemente agravado por la resistencia del gobierno norteamericano a los esfuerzos de socorro con alimentos del extranjero. Tal vez estos números no deberían ser tan sorprendentes, dado que el plan oficial de Morgenthau había previsto la eliminación de alrededor de 20 millones alemanes, y como demuestra Bacque, los líderes norteamericanos silenciosamente acordaron continuar esa política en la práctica, más allá que la descartaran en teoría.

Asumiendo que estos números sean más o menos correctos, las implicaciones son notables. La catástrofe humana experimentada en la Alemania de la posguerra sin duda se situaría entre las más grandes en la historia de la paz moderna, superando en gran medida las muertes ocurridas durante la hambruna ucraniana (Holodomor) de principios de la década de 1930 y posiblemente incluso acercándose al total de muertes involuntarias durante el gran salto hacia adelante de Mao de 1959-61. Además, las pérdidas alemanas de la posguerra serían muy superiores a cualquiera de estos otros sucesos terribles en términos porcentuales y esto seguiría siendo cierto incluso si las estimaciones de Bacque se redujeran considerablemente. Sin embargo, dudo que incluso una fracción de un 1% de los estadounidenses sean hoy conscientes de esta enorme calamidad humana. Presumiblemente los recuerdos son mucho más fuertes en la propia Alemania, pero dada la allí creciente represión legal sobre puntos de vista discordantes, sospecho que cualquiera que discuta el tema con demasiada energía corre el riesgo de ser encarcelado de inmediato.

En gran medida, esta ignorancia histórica ha sido fuertemente fomentada por nuestros gobiernos, a menudo utilizando medios ladinos o incluso nefastos. Al igual que en la vieja y decadente URSS, gran parte de la actual legitimidad política del gobierno estadounidense y sus diversos estados vasallos europeos se basa en una particular narrativa histórica de la segunda guerra mundial, y desafiar esa narrativa podría producir serias consecuencias políticas. Bacque relata algunos de los esfuerzos para disuadir a cualquier periódico o revista importante de publicar artículos que discutan los hallazgos terribles de su primer libro, imponiendo un “apagón” destinado a minimizar absolutamente cualquier cobertura mediática. Estas medidas parecen haber sido bastante efectivas, ya que hasta hace ocho o nueve años, no creo haber escuchado jamás una palabra sobre estas ideas, y ciertamente nunca las he visto seriamente discutidas en ninguno de los numerosos periódicos o revistas que he leído en las últimas tres décadas.

Incluso se emplearon medios ilegales para obstaculizar los esfuerzos de este solitario pero determinado erudito. A veces, las líneas telefónicas de Bacque fueron escuchadas, su correo interceptado, y sus materiales de investigación copiados clandestinamente, mientras que su acceso a algunos archivos oficiales fue bloqueado. Algunos de los ancianos testigos oculares que corroboraron personalmente su análisis recibieron notas amenazantes y sus propiedades fueran vandalizadas.

En su prólogo a este libro de 1997, de Zayas, el eminente abogado internacional de derechos humanos, elogió la investigación innovadora de Bacque, y expresó la esperanza de que pronto conduciría a un importante debate académico dirigido a reevaluar los verdaderos hechos de estos acontecimientos históricos que había tenido lugar medio siglo atrás. Pero en la edición de 2007, expresó su indignación de que nunca se haya producido tal discusión, y en cambio el gobierno alemán simplemente aprobó una serie de duras leyes con sentencias de prisión para cualquiera que cuestionara sustancialmente la narrativa establecida de la segunda guerra mundial y sus secuelas inmediatas, tal vez por centrarse demasiado en el sufrimiento de los civiles alemanes.

Aunque ambos libros de Bacque se convirtieron en bestsellers internacionales, la ausencia casi completa de cualquier cobertura en los medios logró que nunca entraran en profundamente en el conocimiento público. Otro factor importante es el alcance desproporcionado de los medios impresos y electrónicos. Un bestseller puede ser leído por muchas decenas de miles de personas, pero una película de éxito podría llegar a decenas de millones, y siempre y cuando Hollywood cree películas sin parar denunciando las atrocidades de los nazis, pero ni una sola con la otra campana, los verdaderos hechos de esta historia difícilmente van a ganar mucha tracción.

Al evaluar los factores políticos que produjeron un número de muertos tan enorme y aparentemente deliberado de civiles alemanes mucho después de que terminaran los combates, debería marcarse un punto importante. Los historiadores que intentan demostrar la maldad de Hitler o sugerir su responsabilidad por todos los crímenes cometidos durante la segunda guerra, son obligados a tamizar regularmente decenas de miles de sus palabras impresas buscando una frase sugestiva aquí y allá, y luego interpretar estas vagas alusiones como declaraciones absolutamente concluyentes. Aquellos que no distorsionan las fuentes, como el renombrado historiador David Irving, a veces verán sus carreras destruidas debido a su coraje.

Pero ya en 1940, un judío americano llamado Theodore Kaufman enfurecido por lo que consideraba como maltrato de Hitler a los judíos alemanes, publicó un libro corto evocativamente titulado ¡Alemania Debe Morir!, (Germany Must Perish!,) en el que propuso explícitamente el total exterminio del pueblo alemán. Y ese libro aparentemente recibió una recensión favorable, aunque quizás no totalmente seria, en muchos de los medios de comunicación más prestigiosos, incluyendo el New York Times, el Washington Post, y la revista Time. Si tales sentimientos se expresaban libremente en ciertos ambientes incluso antes de la entrada de EEUU en la guerra, entonces tal vez las políticas largamente ocultas que Bacque parece haber descubierto no deberían llamarnos la atención.

Los cínicos han observado a menudo que un aspecto irónico de Hollywood en televisión y películas es el anti-realismo abrumador exhibido regularmente en todo lo que tenga un tinte ideológico. Películas de acción invariablemente muestran mujeres venciendo a numerosos y grandes antagonistas masculinos con golpes y patadas justo a tiempo, mientras que los afroamericanos son muy frecuentemente retratados como brillantes científicos, pero muy raramente como delincuentes callejeros. Así que unas tres generaciones después de la segunda guerra, la corriente continua de películas que retratan a los alemanes de manera tan grotesca debería entenderse mejor en estos términos.

Ron Unz es el editor de The Unz Review.

El artículo original se puede encontrar aquí. Ha sido traducido y levemente editado por brevedad para Que no te la cuenten.

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